sábado, 13 de febrero de 2010

Lo hacemos aposta y no nos sale tan bien!



Ayer, después de mucho tiempo sin poder ir de senderismo, partí hacia los Mallos de Riglos (que ya visité hace un par de años) con un grupo de gentes para hacer una ruta que rodea los Mallos. Frío que pelaba... no subieron los termómetros más allá de los menos siete grados. Pero lucía el sol, así que con la claridad que tienen los días invernales, nos pusimos en marcha para realizar un recorrido de cinco horas por senderos escarpados y una orografía tan accidentada que finalmente y tras casi tres horas de caminata, obligaron a mis rodillas a aceptar lo evidente: si a partir de ese punto quedaba lo más difícil de la travesía, lo más juicioso era batirse en retirada. Ya se sabe el dicho: hay que saber retirarse a tiempo. Así que al llegar al pantano de la Peña, Gema y yo nos fuimos en dirección contraria al resto del grupo.
Cruzamos el pantano, y tal y como nos aconsejó uno de los compañeros de senda, nos dirigimos a un restaurante que se encuentra a pie de carretera, hacia el norte, llamado "El Jabalí". Ellos irían a buscarnos allí, cuando terminaran el recorrido. Eso nos permitiría poder relajarnos tomando algo caliente para paliar los efectos del frío. Pero nuestra sorpresa fue mayúscula cuando al llegar al lugar, tras quince minutos de caminata, nos encontramos el restaurante cerrado a cal y canto. Así que nos sentamos en las escaleras de acceso, al solecito tibio de invierno, a tomarnos un bocata de los que habíamos traido en las mochilas. No había mucho tráfico a esas horas, apenas unas cuantas furgonetas de reparto, de las que suelen dejar mercancías en los bares y restaurantes, ya que empezaba el fin de semana. La verdad es que la idea de esperar tres horas a que vinieran a buscarnos no me hacía mucha gracia, así que propuse a Gema hacer auto-stop hasta Ayerbe, adonde teníamos previsto almorzar todos antes de regresar hacia nuestros puntos de origen.
Dicho y hecho, bueno, a pesar de las reservas de Gema. He de decir que en mi caso, ya lo había hecho muchas veces, sobre todo de jovencita, así que era un poco volver a tener veintipocos y dejar que la aventura (o el destino) nos pusiese delante algún alma caritativa que nos acercara al pueblo, distante de una decena de kilómetros.
Nos ponemos en pie, nos acercamos a la orilla de la carretera y alzo el brazo derecho, con el pulgar de la mano hacia arriba. Oimos que se acerca un vehículo. En realidad, lo oímos pero no lo vemos hasta que ya está practicamente a veinte menos de nosotros, ya que el restaurante se encuentra justo en una de las numerosas curvas de la carretera. Y no hacía ni dos segundos que tenía el brazo en alto, que al ver el coche que se acerca, lo bajo inmediatamente, casi, casi arrepintiéndome de lo que estaba haciendo. Porque el primer coche que apareció por la curva era un cuatro por cuatro de la guardia civil... Pensé en aquel momento: "Tierra trágame". Me quedé sin poder reaccionar, y aunque imaginé que el gesto iba a quedar sin consecuencias y que los agentes de la Benemérita seguirían su camino sin más, me equivoqué cuando vimos que el vehículo se paró en el espacio delantero del restaurante, habilitado precisamente para los clientes. Ahí ya me entró algo de pánico, y Gema y yo nos miramos de hito en hito, sin saber qué decir. Todo esto en décimas de segundo: poner el dedo arriba, aparecer el coche, bajar el dedo, entrarme ganas de que me tragara la tierra y pararse los agentes.
Pararon efectivamente el vehículo, y bajaron la ventanilla. Nos saludaron, nos identificamos, les explicamos la situación y nos quedamos ojipláticas cuando nos dijeron que no había problema, que nos llevarían ellos a Ayerbe.
Eran dos agentes jóvenes, de las nuevas generaciones que poco o nada tienen que ver con las imágenes que todo el mundo guarda en la retina, de tíos bigotudos, con gesto de mala leche, o simplemente catetos primitivos con uniforme y tricornio acharolado, de los que en tantas ocasiones protagonizaron chistes. Incluso me ayudaron a subir al vehículo. Nos explicaron que aunque no tienen permiso para hacer lo que estaban a punto de hacer, y ya que les pillaba de camino, pues que no les importaba. Yo estaba alucinando en cuadros escoceses y miraba a Gema sin entender una papa de lo que estaba ocurriendo. Simplemente aquellos parecía estar ocurriendo en una especie de pesadilla surrealista. Pasados unos segundos de titubeo, me dije que finalmente aquello no era tan malo, y que puestos a que nos llevara alguien, más nos valía que fuera alguien de confianza, y con las máximas garantías de seguridad, jejeje...
Los doce kilómetros que nos separaban de Ayerbe transcurrieron entre conversaciones amenas, dado que enseguida contamos quiénes éramos y de donde veníamos. Hasta se permitieron hacer unas bromas sobre la proximidad de la zona de la franja, diciendo que si éramos catalanas, que paraban el coche y nos dejaban en tierra. Hablamos de educación, básicamente. Es curioso, porque un detalle que me hizo sonreir al tiempo que volvían a mi mente la imagen que he descrito anteriormente sobre los tradicionales guardias civiles, es que el agente que nos hablaba en todo momento, y que iba sentado en el asiento del copiloto, llevaba en la boca un palillo que sujetaba en la mano cuando nos hablaba y que se volvía a colocar en la comisura de los labios cuando terminaba su alocución. Bueno, eso y el darme cuenta de que no se había abrochado el cinturón en ningún momento. Viva el ejemplo de los miembros de la autoridad! Finalizado el trayecto, nos dejaron en la plaza principal de Ayerbe, y continuaron su camino.
Cuando finalmente, los miembros del grupo senderista se reunieron con nosotros en el restaurante La Floresta de Ayerbe, y les contamos nuestra pequeña aventura, todos se esclafaron de risa. Vaya, vaya con la Benemérita!