martes, 25 de agosto de 2009

Silencio y soledad

Allá por el otoño del 91, por motivos que no vienen al caso, me fui a vivir a Grenoble. Compartí piso con otras dos personas: Jaime, un colombiano que era profesor de la universidad y Brigitte, una chica alemana que estaba realizando unas prácticas en una empresa francesa.


Como Brigitte tenía coche, muchos fines de semana en los que yo no trabajaba, nos íbamos a hacer un poco de turismo por la región. En una de esas excursiones, fuimos a parar a uno de los rincones más bellos de la Alta Saboya. Visitamos la ciudad de Annecy, a la que denominan la "Venecia de los Alpes" y también fuimos a ver el monasterio de Grande Chartreuse. Para los que no les suene de nada este lugar, diré que es donde se elabora un famoso licor, muy francés, por cierto, pero no sólo eso. Es el lugar donde el director de cine alemán Philip Gröning rodó su película "El gran silencio". En aquella ocasión, no pudimos visitar las instalaciones (bueno, una parte de ellas que sí estaban abiertas al público) pero sí pudimos comprar un montón de botellas de aquel licor. Debo tener por ahí una foto que recoge fielmente nuestras caras heladas por el frío reinante (y la nieve que nos rodeaba) sentadas en un banco de madera y exhibiendo las compras del día en nuestros regazos. Qué días aquellos...

Pero todo esto viene a cuento porque anoche vi la citada película y me recordó aquel viaje y aquellos tiempos. Anoche, sola, en el silencio de la casa todavía anestasiada por los calores de agosto y sentada cómodamente frente a la pantalla, me dispuse a contemplar otra dimensión, otro mundo, otra realidad... Soledad, austeridad, silencio. En esas tres palabras se resume la visión de una intimidad que en algunos momento me hacían sentir pudor. Era como buscar lo absoluto en lo simple, en lo elemental. Era como dejarse atrapar, envolver en un misterio, en el misterio de la existencia, con sus ciclos que vuelven una y otra vez, en el misterio de la paz y la sencillez. Es... dejarse ir, flotar en la inconsistencia de la nada. Me sentí en muchas escenas una vulgar "voyeur" y pido disculpas por ello. Habría que agradecer al director de la películala paciencia por haber estado viviendo y conviviendo más de seis meses en el monasterio, como un cartujo más, y adaptándose a unas condiciones de vida cuanto menos duras. Debería mencionar que Gröning tuvo que esperar más de dieciseis años los permisos necesarios para poder filmar, lo cual dice bastante del concepto de tiempo que rige entre los gruesos muros del monasterio.

Y es que la película es una gran experiencia de cine, apasionante. Cuando el espectador (en este caso, la espectadora) se sumerge en la vida diaria de los monjes cartujos, lo hace de una forma integral. Cada gesto, cada mirada, cada encuadre que observamos durante las casi tres horas que dura la película nos muestra una delicadeza, un recogimiento que más de uno estimará pesado. Sobre todo porque estamos acostumbrados a que una película es al tiempo imagen y palabra, y en este caso, esto último no está presente (si exceptuamos el monólogo final del monje ciego). Vivimos inmersos en un universo de habla constante. Superficial, automática, vulgar... Y asistir admirados a un universo donde la palabra apenas se expresa nos supone un atentado brutal contra nuestros propios principios básicos.

El silencio. Sí, eso que tanto nos asusta, que tanto nos "descoloca", que necesitamos llenar imperativamente con frases, aún cuando no son necesarias. Un movimiento mínimo, un mínimo ruido o murmullo de pájaros, maullido de gato, el sonido de la pala limpiando de nieve el huerto, todo ello nos muestra a qué punto el silencio se impone con un peso y una intensidad impresionantes. Asistimos admirados a la vida de unos hombres serios, en el sentido más hondo de la palabra, es decir que no caben engaños, no caben futilidades. No tratan de aparentar nada más que lo que son. No bromean con la vida puesto que ellos han elegido conscientemente esa vida. Su serenidad, su gravedad y su profunda alegría interior es exactamente lo que irradia la película. Y eso mismo es lo más llamativo en una época en la cual el ocio, lo accesorio y la distracción lo invaden todo. Pero también, paradójicamente el miedo (a los peligros de la vida y también de la muerte) está onmipresente.

La película, a medio camino entre un documental y una película de cine mudo (las citas bíblicas que aparecen entre escenas), es una bellísima lección de vida. A ratos, hasta me ha recordado aquellos poemas japoneses (haiku) en los que la brevedad de las palabras suple con creces la imagen que pretende crear en la mente su lectura. No es exactamente el retrato de la vida de estos ascetas; es más bien el retrato del tiempo (cuya metáfora principal son los abundantes planos de pasillos) y la propia observación de su paso a través de los planos de la propia naturaleza, que nos muestra nieve, frío, lluvia, tormentas, nieblas, en definitiva, los ciclos eternos de la existencia, mostrados a veces breves, a veces a cámara rápida. El tiempo es maleable y eterno.

En este película, lo interesante no son las "pirotecnias" tecnológicas, los efectos especiales, sino la propia esencia de la vida. Nada más. Y nada menos.

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