lunes, 4 de agosto de 2008

Marchando una de orden

En cuestión de orden, tengo una cierta ambivalencia que me haría parecer de alguna manera una especie de Doctor Jeckill... pero no, no hay necesidad de despliegue de tubos de ensayo ni probetas...

Me explico: en la vida tengo grandes cualidad y también grandes defectos, como cualquier hijo de vecino, pero en la casa tengo tendencia opuestas en cuanto al orden se refiere. Puedo hacer gala de dejadez extrema o me puede dar por el orden obsesivo. Y este ir y venir por la escala del equilibrio puede variar merced a factores muy dispares. De esta forma, hay veces que llego a casa del trabajo y dejo el abrigo de cualquier manera encima del sofá, las llaves pueden llegar a caer al suelo del impulso (bueno, me consuelo pensando que de ahí no pasan) porque a las tres menos algo de la tarde, llego hambrienta y las más de las veces con unas ganas tremendas de hacer pis (hay mañanas, como las de los lunes que me llevan a mal traer por falta de tiempo para todo) y una hambre que para qué contar. Y mientras pongo la cazuela del guiso en el microondas, estoy con la otra mano deshaciendo las cordoneras de los zapatos, y llevo el correo recién recogido del buzón entre los dientes. Pero por otro lado, me puede dar un síncope porque alguien ha dejado el bolígrafo encima de la mesita del teléfono en vez de dentro del portalápices que supuestamente es su destino original. Afortunadamente, estos periodos de dejar las cosas de cualquier manera duran relativamente poco tiempo.

De hecho, si duraran más, me sería difícil hasta para mí misma encontrar cosas en mi propia casa. He compartido casa en numerosas ocasiones y si no hubiera sacado mi vena histerico-obsesiva-compulsiva para mantener un cierto orden, uno se hubiera creído en un mercadillo del Rastro madrileño o en Les Puces de Saint Ouen en Paris. Hay gente que se muestra indiferente por que el cuadro reproducción de una obra maestra del flamenco (el de Holanda, no el de Camarón) esté desestabilizado un par de centímetros hacia la izquierda (o la derecha, que tanto da) y que en un cenicero yazca sin vida la colilla de un cigarrillo, pero para mí es todo un drama estético. Simplemente no lo soporto. No, no soy familia directa de Monk, pero me cuesta concentrarme en una peli en la tele o una conversación con amigos si el cuadro está de aquella manera, mirándome por encima del hombro de mi invitado. No tiene feng-shui. No es zen. Y cuando el ying no está equilibrado, me desestabilizo. Y tengo que ponerlo bien.

Pero tengo mis zonas "agujeros negros" en donde el caos es talmente el que Hawkings retrata en su último libro. Una de esas zonas de peligro permanente es mi despacho. De hecho, le tengo terminantemente prohibida la entrada a la chica de la limpieza. A lo sumo, puede pasar la escoba o la fregona, o ambas dos cosas por el suelo, pero nada más. Se me amontonan en una mesa de camilla que tengo junto a la ventana copias de exámenes del último trimestre (estoy en el ecuador de mis vacaciones estivales), prendas de ropa pendientes de remiendar (ya encontraré un rato, lo prometo), folletos turísticos de mi próximo viaje a Asturias, revistas todavía sin leer (a ver si poniéndolas en la mesita, me animo a su lectura), material pedagógico para revisar y ordenar en los archivadores ad-hoc, negativos de fotos para escanear (titánica misión esta de pasar al ordenador todas las fotos hechas en los últimos treinta años)... Y la mesa de despacho es todavía más caótica, me temo. Ya casi no me queda espacio que deje constancia del color amarillo de la chapa de la tapa. Y eso que me juré, tal Escarlata O'Hara, que no iba a dejar que los papeles me invadieran, pero... qué queréis que os diga... es francamente tarea imposible. De vez en cuando hago zafarrancho de combate y después de un par de horas de ordenar papeles, se queda todo niquel... hasta el siguiente caos del universo de mi despacho.

La foto no es muy representativa ya que es de cuando estaba recién mudada y bueno, el caos estaba de camino. Yo llegué con el coche mucho más rápido. Luego llegó él y claro...

Básicamente, mi concepto de orden emana de mi propio instinto de supervivencia, es algo puramente práctico. A ver, que tampoco soy de los que colocan los libros por orden alfabético de autores. Eso se lo reservo a los psicópatas estilo Seven. Yo los pongo por tamaño, que es más... práctico, como iba diciendo. Claro que hay que diferenciar los que son grandes, y encima son gruesos, porque si son grandes y finos, van colocados de otra forma... Estoy de coña, claro. De hecho, con respecto a los libros, la gran mayoría duermen el sueño de los justos en sus cajas de cartón que no he desembalado todavía, ni sé cuándo será el feliz acontecimiento. Ya veremos.

Aprovechando la coyuntura, creo que me voy a hacer adicta al minimalismo decorativo. Esto es, que cuantas menos cosas tenga en mi piso, menos desorden resultará de mis comportamientos polarizados. Definitivamente, esa es la solución. No hay más que hablar. Bueno, quiero dejar claro que esa máxima no se impondrá de ninguna de las maneras en el último reducto del imperio del caos: el despacho. Milmariposas dixit!

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