domingo, 3 de agosto de 2008

El síndrome de la mujer invisible

El siguiente post lo escribí en la fecha mencionada. Lo tenía en mi anterior blog y de pronto, cosas ocurridas en este último finde me han hecho recordarlo. Sigue muy vigente, lo que escribo y lo que siento.

14 marzo
El síndrome de la mujer invisible

Hace algunos años, Manuel Vicent comentaba en una entrevista que a partir de los cincuenta los hombres se vuelven invisibles a los ojos de las mujeres. No es que les miren mal, decía, es que ni siquiera los ven. Hay bastante de cierto en esta afirmación, pero me gustaría añadir al hilo de lo que se trata en la película de Gerardo Herrero "La mujer invisible", que también nos ocurre a las mujeres que hemos pasado de los cuarenta.

No es que los hombres nos miren mal, es que ni siquiera existimos para ellos. Los que son de nuestra edad, y quizás guiados por un afán de recuperar el tiempo perdido (si es que ello es posible) y/o detenerlo de alguna forma, se deleitan (y en muchos casos, pasan a cortejarlas) admirando a las jovencitas, esas que están empezando a vivir, las que llevan menos ropa que Tarzán y menos vergüenza que la que demostró Zaplana vociferando aquello de que él estaba en política para forrarse.

Los jovencitos, o al menos más jóvenes que yo, digamos que nos ven, pero les suscitamos dos reacciones bien diferentes. O nos miran como si fuésemos alguna tía madura y respetable de la familia y nos observan con un respeto casi litúrgico... O bien nos miran con ojos libidinosos porque ven en nosostras a maduras desesperadas (sí, esas que Jolibú nos ha intentando meter por los ojos). Pero en general, una mujer mayor que ellos, digamos unos diez años más que ellos, con experiencia de la vida, con un cuerpo ya formado (y a veces algo deformado) les tira p'atrás, porque en determinadas circunstancias, pondría en evidencia su inexperiencia, su falta de autoestima, su maltrecho ego (la mayoría de los jovenzuelos actuales son así, me temo) y claro, delatar defectos frente a una mujer es una de las cosas que no deben hacerse nunca, nunca, nunca (como si en ello les fuera la vida).

Anoche mismo, después de una comida de fin de trimestre con colegas del insti, bastante regada por cierto, pude comprobar en carne propia esta teoría. Después de salir del restaurante, decidimos ir a tomar una copa a un disco-pub ruidoso y algo ahumado. Yo me mantuve algo a distancia (siempre he tenido alma de voyeur), ron con cocacola en mano, pero siguiendo el cachondeo imperante. Se me acerca un compañero de trabajo. Me dijo así, de sopetón, que las mujeres maduras tienen su aquél, y que yo le daba mucho morbo... Hombre, así en frío, con un chaval (me confesó que tenía 33 años; sí, los de Cristo, que se suele decir) con el que me cruzo muy brevemente por los pasillos del insti y con el que no me he intercambiado más de media docena de palabras en seis meses, confieso que me quedé un poco a cuadros escoceses. En su favor, diré que los efluvios alcohólicos le adornaban el rostro y le impedían coordinar la neurona que todavía estaba de guardia en su cerebro. En su contra, que antes de a mí, había estado intentando camelarse a más de la mitad de chicas que allí había congregadas. Desde la barra/barrera, las cosas se ven muy bien, ya lo dice el dicho. Y claro, había estado observando a los allí presentes, y él no era una excepción. Era poco menos que patético. Estaba sediendo de sexo y no sentía, merced a unos cuantos cubatas, rubor alguno en insinuarse a cuanta fémina se le pusiera a tiro. Le quité amablemente el brazo de mi cuello, y le dije que no estaba tan desesperada como para irme al catre con el primer gigoló que me lo propusiera.

En la media hora siguiente, se dedicó a mendigar atención a la otra mitad de las chicas a las que no había intentado todavía meter mano.

En fin, lo que hay que ver. Prefiero seguir invisible, al menos de momento para estos trotes...

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